lunes, 5 de noviembre de 2012

Espectros en los cristales


Adriana balbuceaba una colección de gemidos e intentos de palabras inentendibles, algunos apoyados en la cordura afirmaban que era el idioma de los locos. Una verborrea amplia  y líquida que costaba agarrar con las manos del conocimiento. Débil y atolondrada permanecía con los ojos dormilones en el cuarto de observación, sin muchas fuerzas y con una farmacia de somníferos en sus venas, era una emulación femenina de Sansón. Negada a abrir los ojos, obligada por los efectos propios de estar dopada.

    Desde el otro lado de la ventana de observación la veían diversos científicos,  tratando de entender qué fenómeno o trastorno psiquiátrico corroían la tranquilidad de la joven que gritaba como si los demonios le arrancaran las pestañas. Del lado de ella había un entorno silencioso y blancuzco, en el que sus sueños y pesadillas gravitaban sobre la ansiedad que al pasar el efecto del medicamento descolocaba la dictadura de aquella paz inducida. En la periferia de la ventana, la soledad se condensaba en su reflejo. Hacía unos años había perdido la voz cuando a todo pulmón trataba de explicarle a su madre sin éxito lo que la turbaba en realidad.

    Nadie sabía, ni entendía. Adriana, corría con los ojos cerrados, al principio soltando maldiciones y un llanto desconsolado y despavorido, cuando sus vecinos la escuchaban se encerraban prendiendo velas a los santos, persignándose y rezando el salmo 91. En el barrio, todos comentaban que el Chamuco quería desposarla y que cuando se veía al espejo éste la besaba y le hacía chupones por todo el cuerpo. Luego, la joven de tantas explosiones de voz, con las cuerdas vocales desgastadas y una garganta deteriorada no podía más que correr hasta que el suelo la atajase con abrupto. Mientras ello ocurría, la curvilínea dama era una referencia inmediata a las comparaciones con alambres, su vientre de Venus se había hundido tanto que el ombligo casi se le pronunciaba hacia afuera; un cuerpo reducido y esquelético, con las rodillas y los codos sobrepoblado de cicatrices, y sin dientes frontales, pero ya qué, si sonrisas era lo que menos aparecían en los labios empellejados de la fémina.

   Tres días antes de ser recluida sufrió otras de sus crisis demenciales. Todo lo que accionó la locura en ella fue una jarra que miró por un lapsus corto. Las piernas le comenzaron a temblar y su boca se inquietó. Sus brazos lánguidos se abrieron con brutalidad y torpeza, se levantó respirando agitadamente y tumbó la jarra de agua, cuando quiso mirar al suelo la cosa empeoró. La cerámica la reflejaba perfectamente, de nuevo cerró los ojos y como un animal horripilado quiso correr arremetiendo contra todo objeto en sus cercanías, como una estampida, los platos sonaban al caer al piso, los niños lloraban en el caos y ella desesperada solo quería sentirse acariciada por la violencia del piso, caer inconsciente ante la inconsciencia de obedecer a los impulsos del pánico.

    Los espejos habían desaparecido, no solo de su casa, sino de la de muchos de sus vecinos que tuviesen hijas hembras, el temor de que Satán despertase pasiones por aquellas vigorosas damiselas ante lo desdeñada y caquéxica que estaba su actual pretendida.

     Adriana, con sus párpados corrugados daba vigencia de ese intentó repetido de sacarse los ojos en más de una ocasión. El reflejo en el espejo mostraba un monstruo en vez de su imagen, tan horroroso que dolía en los sentidos. Lo olía ardiéndole las fosas nasales, lo tocaba áspero en las alturas, baboso en el centro y peludo al final; lo saboreaba con resabio ferroso, característico de la sangre, y lo escuchaba sobre ella cuando corría con los ojos cerrados hasta desvanecerse dejando su lucidez en una penumbra absoluta en algún lugar del barrio, sirviendo de festín a los zancudos o siendo el entretenimiento de turno de los morbosos.

    Terriblemente sola estaba la desconfigurada criatura, abrasada de un misterio que asustaba a los de su alrededor, a veces perdida en el oscuro cuarto de chécheres para ver si así su madre invisibilizaba a trozos las antologías de vergüenzas y los llantos a chorros, al ver cómo se marchitaba su pequeño capullo ante fuerzas desconocidas. Feamente sola, Adriana en su mundo de cristales reventados; desconsoladamente sola, su madre con los pies embarrados de prejuicios y la cabeza pulcra a medias.

    El esqueleto forrado de piel que resumía a la joven, tan desganada de la vida permanecía con sus pies líquidos, que al levantarla se derramaban atajándola el piso, con un cuerpo deshuesado de voluntad y unas ojeras fundamentadas en sus arrebatos. Y así llegó hasta aquel cuarto que olía a vacío en vez de tierra mojada. Adriana con el cadáver de la dosis de somníferos en sus venas despertó, vislumbrando un iluminado techo blanco, miró a la derecha, luego a la izquierda, cerró los ojos nuevamente, cuando los abrió se enfrentó a aquella ventana que la reflejaba, la danza violenta tenía el combustible suficiente para andar, pero amarrada a la camilla solo pudo temblar descontroladamente, gritaba en un ahogo silencioso, pataleaba con fuerza sobrenatural, llevando las manos a hasta su reflejo, todo lo que quería era matarlo.

Autor: Carlos Arturo 

1 comentario:

Mariluz GH dijo...

Que no me había descargado esta entrada tuya... es espeluznante ¿no?

dos abrazos amigo mío

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Gracias Verónica por tomarme en cuenta :-) Feliz semana de la amistad a todos