Adriana balbuceaba una colección de gemidos e intentos de
palabras inentendibles, algunos apoyados en la cordura afirmaban que era el
idioma de los locos. Una verborrea amplia
y líquida que costaba agarrar con las manos del conocimiento. Débil y
atolondrada permanecía con los ojos dormilones en el cuarto de observación, sin
muchas fuerzas y con una farmacia de somníferos en sus venas, era una emulación
femenina de Sansón. Negada a abrir los ojos, obligada por los efectos propios
de estar dopada.
Desde el otro lado
de la ventana de observación la veían diversos científicos, tratando de entender qué fenómeno o trastorno
psiquiátrico corroían la tranquilidad de la joven que gritaba como si los
demonios le arrancaran las pestañas. Del lado de ella había un entorno
silencioso y blancuzco, en el que sus sueños y pesadillas gravitaban sobre la
ansiedad que al pasar el efecto del medicamento descolocaba la dictadura de
aquella paz inducida. En la periferia de la ventana, la soledad se condensaba
en su reflejo. Hacía unos años había perdido la voz cuando a todo pulmón
trataba de explicarle a su madre sin éxito lo que la turbaba en realidad.
Nadie sabía, ni
entendía. Adriana, corría con los ojos cerrados, al principio soltando
maldiciones y un llanto desconsolado y despavorido, cuando sus vecinos la
escuchaban se encerraban prendiendo velas a los santos, persignándose y rezando
el salmo 91. En el barrio, todos comentaban que el Chamuco quería desposarla y
que cuando se veía al espejo éste la besaba y le hacía chupones por todo el
cuerpo. Luego, la joven de tantas explosiones de voz, con las cuerdas vocales desgastadas
y una garganta deteriorada no podía más que correr hasta que el suelo la
atajase con abrupto. Mientras ello ocurría, la curvilínea dama era una
referencia inmediata a las comparaciones con alambres, su vientre de Venus se había
hundido tanto que el ombligo casi se le pronunciaba hacia afuera; un cuerpo
reducido y esquelético, con las rodillas y los codos sobrepoblado de
cicatrices, y sin dientes frontales, pero ya qué, si sonrisas era lo que menos
aparecían en los labios empellejados de la fémina.
Tres días antes de
ser recluida sufrió otras de sus crisis demenciales. Todo lo que accionó la
locura en ella fue una jarra que miró por un lapsus corto. Las piernas le comenzaron
a temblar y su boca se inquietó. Sus brazos lánguidos se abrieron con
brutalidad y torpeza, se levantó respirando agitadamente y tumbó la jarra de
agua, cuando quiso mirar al suelo la cosa empeoró. La cerámica la reflejaba
perfectamente, de nuevo cerró los ojos y como un animal horripilado quiso
correr arremetiendo contra todo objeto en sus cercanías, como una estampida,
los platos sonaban al caer al piso, los niños lloraban en el caos y ella
desesperada solo quería sentirse acariciada por la violencia del piso, caer inconsciente
ante la inconsciencia de obedecer a los impulsos del pánico.
Los espejos habían
desaparecido, no solo de su casa, sino de la de muchos de sus vecinos que
tuviesen hijas hembras, el temor de que Satán despertase pasiones por aquellas
vigorosas damiselas ante lo desdeñada y caquéxica que estaba su actual
pretendida.
Adriana, con sus
párpados corrugados daba vigencia de ese intentó repetido de sacarse los ojos en
más de una ocasión. El reflejo en el espejo mostraba un monstruo en vez de su
imagen, tan horroroso que dolía en los sentidos. Lo olía ardiéndole las fosas
nasales, lo tocaba áspero en las alturas, baboso en el centro y peludo al
final; lo saboreaba con resabio ferroso, característico de la sangre, y lo
escuchaba sobre ella cuando corría con los ojos cerrados hasta desvanecerse dejando
su lucidez en una penumbra absoluta en algún lugar del barrio, sirviendo de
festín a los zancudos o siendo el entretenimiento de turno de los morbosos.
Terriblemente sola
estaba la desconfigurada criatura, abrasada de un misterio que asustaba a los
de su alrededor, a veces perdida en el oscuro cuarto de chécheres para ver si
así su madre invisibilizaba a trozos las antologías de vergüenzas y los llantos
a chorros, al ver cómo se marchitaba su pequeño capullo ante fuerzas
desconocidas. Feamente sola, Adriana en su mundo de cristales reventados;
desconsoladamente sola, su madre con los pies embarrados de prejuicios y la
cabeza pulcra a medias.
El esqueleto
forrado de piel que resumía a la joven, tan desganada de la vida permanecía con
sus pies líquidos, que al levantarla se derramaban atajándola el piso, con un
cuerpo deshuesado de voluntad y unas ojeras fundamentadas en sus arrebatos. Y
así llegó hasta aquel cuarto que olía a vacío en vez de tierra mojada. Adriana
con el cadáver de la dosis de somníferos en sus venas despertó, vislumbrando un
iluminado techo blanco, miró a la derecha, luego a la izquierda, cerró los ojos
nuevamente, cuando los abrió se enfrentó a aquella ventana que la reflejaba, la
danza violenta tenía el combustible suficiente para andar, pero amarrada a la
camilla solo pudo temblar descontroladamente, gritaba en un ahogo silencioso,
pataleaba con fuerza sobrenatural, llevando las manos a hasta su reflejo, todo
lo que quería era matarlo.
Autor: Carlos Arturo
1 comentario:
Que no me había descargado esta entrada tuya... es espeluznante ¿no?
dos abrazos amigo mío
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