Se sentó a un lado de mi alrededor, yo miraba el techo mundial reaccionario a la luz que mostraba a un viejo dios ocultarse entre naranjas cada vez más intensos. Puso sobre mí su capa de gaza translúcida, negra y escarchada, amplia como sus suspiros, cándida para avivar mundos alternativos de imposibles desechos e inestabilidades seguras. Los dos mirábamos sin rumbo, con el viento interrumpiendo silencios que podrían ser incómodos, no compartíamos miradas, nos las conocíamos de sobra, aún con los párpados sellados por la fuerza del letargo se dibujaban en el imaginario sin olvidar un solo detalle. Yo, le conocía desde su desnudez hasta los vestidos turbios y melancólicos, sus escotes luminosos de piel casi plateada.
Ella, siempre tan disciplinada en su irreverencia, rebelde de una brisa que cuenta sus mil y una mitologías, leyendas e historias protagonizadas por su existencia. Toda una culta señora, que en un tiempo largo ha brindado de su seno la leche a criaturas adoptadas, seres paridos todos de la imaginación de dioses mugrosos, mentiras que a juro le propiciaron una máscara de horrores. Al otro lado de esa barrera de preconceptos se detalla su belleza, atrevida y universal, llena de acertijos sencillos en su estructura, pero profundos en su formación ideológica.
Es un placer tomarla de su fría cintura, acariciando sus formas, aprovechando su exclusividad por llegar siempre del otro lado del mundo, para dejarla que haga el resto, con una sincronía perfecta que se plaga de costumbres, calándose aún las desfiguraciones que las generaciones vienen edificando. Apenas sonríe, haciendo de su escote un círculo inmenso tornado de dorados sutiles, y cuando entristece no más que un vestido plomo forjado de lino rústico apabulla el horizonte que a juro le toca decorar en su permanencia por estos espacios.
Me contó de su corazón, una masa con forma de pera, que gira y avisa cuando debe comenzar a buscar su nueva estadía, también, sin el privilegio contradictorio de poderlo dedicar a amores, porque ella es de aquí un momento en el que desaparecemos del mundo, y es de allá cuando despertamos queriendo amarla con todo y sus prejuicios impuestos; confesiones de casi 12 horas, contrastadas con sus ojos completamente negros, maquillados con la esencia de las sombras y las luces.
Ella cuenta de sus prostituciones en viejas esquinas, entre vergonzosas y cuasi dignas sin siquiera fruncir el ceño; de los faroles que se funden cuando insectos golpean los cristales con cierta comedia que se vuelve un delirio de paradigmas inentendibles; de las muertes y los gritos ahogados de las que ha sido testigo, de la Catrina mexicana y su afán de negar sus genes con un sombrero con plumas de avestruz, de sus aventuras coquetas y mortales con los de la otra especie. De la embriaguez de la cual se humedece su vestido casi transparente, de los besos a escondidas, sobre desafíos a la naturaleza, sobre eso oculto a lo que tanto tememos.
Sopla nanas que de a poco van hipnotizando a sus encargados, con frecuencias que suelen ser confundidas con el miedo. Ella, pecado puro inventado, que decora el Hades cada vez que se muestra a los ojos humanos. El misterio de su piel equivale a un concepto de los “yo” en el mundo. Sentado ahora frente a ella, con la vista insuficiente para abordar su faz, he sido su confidente con ingredientes de silencios y reflexiones, su palidez que se va a aclarando conforme se acerca su partida al cantar las aves su despedida, para recorrer culturas, sistemas, realidades y fantasías, con un vestido inmensamente largo, que paulatinamente desiste en permitir colar la alborada, dejándome un insomnio descarado que zumba en mi mente su pronto regreso.
Autor: Carlos Arturo
1 comentario:
¡¡Genial!! nos adentras sigilosamente en esas confidencias y nuestra mente recrea cada imagen que pronuncias y oigo cada silencio en las confidencias
un abrazo grande, como tu, amigo :)
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