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Desperté con un sismo en el cráneo, la dama con la que
compartía la cama me había golpeado mientras se movía para acomodarse sumida en
el sueño. Yo me senté, tapándome la cara con las manos, y entre los dedos
miraba mis rodillas con los huesos casi desnudos, blancas, peludas, arrugadas y
acomodadas perfectamente haciendo del espacio casi un triángulo. Nada cubría mi
órgano genital, esa madrugada fui naturaleza entre creaciones humanas, fui más
animal de lo que se niega, sin ningún pudor de permanecer ahí dando la espalda
a otra criatura desnuda, tan igual a mí, tan diferente, tan de otra especie,
tan de esta.
Me levante caminando hasta una pared, me iba acercando y la
inmensidad de la sombra se encogía, como un niño sonreí ante tal tontería.
Demasiadas penumbras ambientaban el espacio a escalas de grises; negros
intensos, casi absolutos, blancos incandescentes propios de la luz, que
mareaban nublando la vista, empañándola aún más de oscuridad, los difusos
espacios grises parecían de fotografías, y allí estaba ella, desnuda, boca
arriba con un perfecto perfil que encuadraba pulcro al escenario, un cuarto de
hotel, malicioso, apenas limpio, con sábanas de algodón egipcio, reflejadas en
un espejo en el techo, donde se me veía hasta la manzana de Adán. Yo, que me
acosté con todos sus recuerdos, con todos sus hombres pasados, con sus
experiencias, con el tufo a cigarrillos en sus labios desteñidos y poderosos. Ella
también se había acostado con todas las mujeres con las que estuve; la besé y
todas ellas la besaron en ausencia. Sus caderas eran como las de Any, sus manos
como las de Fabiola, su cabello ondulado como el de Carmen, sus pezones como
los de Laura, tan jóvenes y prometedores, tan míos a ratos, tan de todos a
tiempos. A pesar de sus ronquidos la sensualidad seguía intacta, se paseaba
húmeda sobre su piel y se asentaba en un tatuaje en el muslo, con su nombre y
arabescos alrededor.
En la habitación no había amor, ni había cariño, solo un
condón usado en la papelera, un pacto a quema pieles de besos y manoseos,
cuerpos náufragos de la atmosfera, sudados, agitados, cándidos y locos. Ni si
quiera recuerdo cuantas veces la miré a los ojos en el acto, pero los cerré en
cada rose de labios, supe del sabor de la carne viva de su boca, manchamos
nuestras pieles con cada huella dactilar, crimen o no, estábamos atiborrados de
material genético ambos, de perfumes a desnudez, de latidos acelerados, miradas
perdidas, silencios eróticos.
La dama dormía sin incomodidad alguna, sin importar estar
fuera de su territorio, con la música de la ciudad en expresión clara. Todo era
gris pero increíble, todo era picante y
destapado. Fuimos cuerpos sin nada que ocultar, con complejos en el piso
esperando vestirnos de nuevo, con ambientadores para difuminar los rastros de
orgasmos en nuestra respiración. Ello, me dio vueltas en el cráneo una y otra
vez, y sonreí de nuevo, como idiota, como adolescente, al
recordar eso de que los caballeros no tienen memoria… una excusa perfecta, y
también de que las damas no tienen pasado.
Revivimos las historias de camas al acostarnos, al saber
cómo brindar placeres debajo de la ropa, yo con mi memoria sobria sin
influencias machistas de por medio y ella con su pasado bailando sobre mí,
escrito en aquel tatuaje, transcrito al rose de nuestros pubis; currículos que
hablaban a voces de otras vidas con las nuestras. Una dama con distintas
lenguas que pasearon su boca, un caballero que olvidó llamar a la chica de la
semana pasada por guiñarle el ojo a la que ronca sobre el colchón.
Autor: Carlos Arturo
3 comentarios:
Un interesante relato lleno de 'vapores' sensuales, de entregas y de complicidades... cuando no hay compromisos de por medio el desenfreno no es culpable sino provocador y ¿a quién no le gusta provocar y ser provocado? :)
un abrazo querido amigo
Después de una larga ausencia, regreso...un placer leerte de nuevo. Besos!!
Qué solicitado el caballero de la narración, no? :-) Me alegra volver y leerte, un abrazo!
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