Un swing se escuchaba lejano y al parecer los grillos hacían
coros en el trayecto del bar a la casa de la viuda de Bradford. Nicole en medio
de su intoxicación etílica combinaba en su subconsciente los sonidos y
temperaturas del exterior, mas dentro de sí todo era una confabulación de
ocasos violentos, de recuerdos lapidando el sistema nervioso de los sentires, sueños
infames derrocando esperanzas frescas con maleficios; evolución caótica que ni
la persignación y mucho menos el altísimo
podían redireccionar.
Era de noche, apenas despertaba de un largo sueño en una
cama de tierra húmeda y vomitada por su embriaguez tormentosa. Aún tambaleando
al dar los pasos restantes para llegar a su casa se volvió el espectáculo de la
gente que pasaba sin detenerse, mirándola atentamente; poco se percató de andar
descalza y de la pérdida de sus zapatos altos de charol, además, de una picazón
tan tentadora en las piernas que le ensalivaba la boca. Todavía algunas
hormigas se dejaban ver furiosas subiendo por sus muslos picando y dejando
rastros en la piel. Una falda mugrienta y maloliente cubrían cincuenta
centímetros de su cuerpo, el hedor a orine se expandía en las cercanías y una
blusa blanca rumiaba una revolcada indigna para una dama recientemente
enviudada.
Nicole, se detuvo entre los árboles para vomitar nuevamente.
A duras penas se escuchaba la música del bar Tangerine que no obstante parecían
navajas apuñalando sus oídos. Y gritó, tan fuerte que su garganta ardió. Él
aparecía en sus memorias resaltándose como una frase célebre por un marcador
con fosforescencia, y lloró indiferente a los acontecimientos del mundo,
regurgitando luego toda aquella pócima química que inhibía por lapsus cortos la
inclemente ausencia de Roberth Bradford, del vacío de cría en su vientre y la
mediocre herencia que quedaba luego de saldar
las facturas en la gaveta del
lado derecho de lecho nupcial quebrado.
No se cumplía un mes que el esposo había partido a la guerra con su
nacionalismo álgido y sus ganas de reconocimientos pretenciosas, hace 25 días
que la viuda lo despedía manchando sus labios de carmín y un preludio en el día
24 más pasional y sexual.
Al llegar a su casa que permanecía oscura entró y entre la
poca claridad dispersa se pudo ver en el espejo detenidamente, unos churretes
negros manchaban sus rozagantes mejillas, a la sazón de las ojeras que parecían
haberles hundido los ojos, un par de iris ámbar a la deriva de la penumbra;
todo trazaba un sofocante abismo con cintura estrecha y perfume insoportable.
El pelo inquieto sometido al desastre enredado por su intento derrotado y
desesperado de consuelo y alivio por las
estocadas de júbilo inducidas por chispeantes tragos, por las caídas que
también discurrían unas yagas en las rodillas, y todo un acontecimiento propio
de la guerra en pleno apogeo en 1942.
Desde que enviudó, sustentó el cuerpo con café, cigarrillos,
analgésicos y licor, el régimen ya se
notaba en lo holgada que lucía su falda en la cintura. Aún frente al espejo la
indiferencia seguía subiendo escalones, dejando atorada entre los dientes
algunas certezas, con los consejos de los allegados vetados por el silencio y
la terquedad activo-pasiva que se desenvolvía en sus adentros. Nicole, comenzó
a desnudarse con la mirada perdida. Desabotonó con rapidez la blusa que una vez
fue blanca, la boca inquieta parecía un volcán colmado de miserias; miraba con
recelo el cuadro a sus espaldas sin necesidad de voltear, en el que yacía la
fotografía de la boda, el reflejo del espejo mostraba la representación con
tanta claridad que lo real y la infamia parecían la misma cosa en un estado
sólido que lapidaba la blanda tranquilidad de la fémina.
El retrato les figuraba sonrientes; a Roberth con unos ojos
despreocupados y soñadores; con una afeitada total, un gesto de niño queriendo
ser adulto en un traje negro y ella, con el cabello castaño degradado en sepia.
Sentada sobre un sillón de madera, con un vestido elegante, mangas de encaje
largas bordados en perlas blancas, una tiara que cubría parte de su estrecha
frente y unos ojos delineados con juventud. Volteó con facilidad la falda para quitársela también, esquivando aquella
materialización del pasado que decoraba la pared, prosiguiendo de igual forma
con el sostén y la braga.
Caminó hacia el cuarto en el que permanecía mientras estaba
en la casa, el sucio de la morada se sentía en la planta de los pies. Su
caminar desanimado, con los hombros bajos y las caderas entumidas buscaban
recargarse de motivaciones inflamadas e infectadas en la habitación de las güijas.
Antes de entrar en el cuarto recordó tener que ir por los fósforos para
encender las velas, y con un suspiro hastiado casi evaporando la voluntad salió
a buscarlo.
La dama, gastó una suma desmedida comprando las mejores tablas
de güijas de la localidad. Todas las que pudo, otra parte del presupuesto lo
consumió entre velas y fósforos. A la mujer se le veía de tienda en tienda, con
su luto penoso, su sombrilla negra y la cara lavada cual loca comprando un poco
de cordura. Miraba a los demás con los ojos hinchados provocando pesares a
quienes les correspondían. Llevó hasta el cuarto todos los juguetes mágicos y
con las velas formó círculos que encendía para conjurar sortilegios que le
permitiesen entablar comunicación con su amado en el más allá, pero todo era
inútil. Las horas morían entre sus dedos pegados en el tablero, esperando que
las fuerzas sobrenaturales los movieran, esas frustraciones se condensaban en
su cuello y columna. En los retazos de tiempo que el sueño la noqueaba
despertaba sudada y angustiada volviendo a invocar a Roberth lamentando incluso
su vigencia en este mundo.
Dedicaba las madrugadas luego de jugar a la güija a mirar
fijamente una ilustración que Bradford había dibujado. Consistía en una Geisha
con un quimono que caía de uno de sus hombros, la asiática de espaldas miraba
hacia atrás y en su omóplato se leía “Madame Trash” y a su lado descansaba un
zorro de varias colas. Todo el dibujo estaba a medias, y Nicole se sentía así, a
medio hacer, e incluso, desdibujada, al menos aquel personaje estampado en un
papel siempre sonreía. A veces movía las manos entre las letras formando un “te
amo” que le patrocinaban llantos incitados con la sudoración causada por una
pieza carente de ventilación.
Gastaba vida con las fronteras difusas de lo oculto y lo nihilista,
de lo onírico y lo tangible. Los dientes resbalosos le notificaban que el
tiempo continuaba el paso. El esperma de las velas casi alcanzaban sus nalgas y
afuera a veces se escuchaban los gritos respectivos de los dolientes ante los
nuevos muertos por la guerra. A ella, le había dejado de importar toda esa
faena de angustias, nacionalismos, holocaustos, rabias, Japón y los judíos. Las
agujas de los relojes circulaban machacando cada vez más su anatomía azotada
por sí misma. Estancada allí condenada a podrirse como el agua inmóvil.
Afuera la guerra dispuso a las mujeres a trabajar como los
hombres, mientras éstos morían o se desmembraban tratando de resguardar a las
quimeras que alimentaban las excusas más que las razones. A Nicole se le veía
casi muriendo el ocaso, sobria con los recuerdos circulando en las venas como
vidrio molido, las piernas llagosas y las manos llenas de ampollas, cada vez
más consumida y esquelética, visitando algunas licorerías o tiendas, procurando
encontrar más tablas de güijas, las otras resultaron inservibles y la necesidad
de seguir intentando hablar con su amado Roberth Bradford se consagraría como
su proyecto de vida. Luego de sus salidas, duraba días encerrada, agotando y
renovando toda esperanza de sentir a su esposo, ante la cobardía que le causaba
pensar en el suicidio. Ella, su embriaguez, anhelos y pesadillas rebuscando en
el vacío espectros ausentes, paulatinamente demacrada y obsesionada por
contactar lo “inexistente” en mundos paralelos que no le daban paso, hasta
entonces Madame Trash, la güija y el licor eran sus aliados.
Autor: Carlos Arturo
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