Él caminaba siempre solitario por el malecón, sobre madrugadas que recibían encantadas los partos de nuevos días; la muerte de éstos al llegar las 12:00 a.m.; esa rutina llamada ayer, para no tener que dedicar pésames a las horas siguientes. Su lenguaje al caminar… un toca pasos solitario, pausado y rítmico entre las altas horas de la noche. Supongo, que siempre regresaba a continuar su tarea de develar los poemas de la brisa, siempre salada y brusca. Yo, lo observaba desde la ventana, admirado de ver tanta armonía en el mutismo de su existencia junto a la música y perfumes que esa barrera siempre entonaba.
Sus ojos eran libres, pero confundidos por los otros habitantes como malvados. Su semblante discurría paz, con una boca ancha que parecía estar denotando una sonrisa a toda hora. El problema estaba en sus cejas, ellas me contaban otra historia más dolorosa, un trozo de huracán existencial, algo que la vida archivaba sin desentonar. Él sufría aún más que sus pulmones por tanto fumar, sus adentros estaban completamente desechos y oxidados; el hombre no tenía las fuerzas, ni los ánimos de aguantar las violentas embestidas de las olas de prejuicios humanos. Ellas no solo mojaban, cada bocal, consonante o acento lapidaban y cortaban… yo los oía, yo me congelaba para frenar mi valentía.
Ese caballero tenía dos infiernos a elegir: la clandestinidad o la limitada libertad de la confesión. Él eligió el camino más difícil, el trazo valiente de mostrar su verdad a costa del rechazo. Sufriendo las consecuencias, porque cuando uno termina revelando muchas verdades, el ambiente las rodea con mitificaciones, desdoblando mentiras para comerse una realidad válida. Aquella persona murió para no seguir pereciendo, tal vez su cabeza era de las pocas cuerdas de esta isla, y si me equivoco prefiero morir atado a esta idea.
El lugar añora su presencia, sigue el mismo poema de brisa salada, la inquietud de las aguas, las bases rayadas con letras horrorosas. La soledad lo espera; ella llora su ausencia, voltea y me mira desesperada, mientras yo me hago que no la veo para no sentir más dolor del que quiero. Sus ojos malvados ya no escribirían noches en desvelos, ya la madrugada estaba un poco deshabitada… No vale la pena si quiera inmutarse al mirar el horroroso escrito sobre el piso del malecón, ese que dice: “Vete del pueblo maricón”.
Autor: Carlos Arturo