
Acontecían tres días y él continuaba pensando…. Unas noches antes le había dicho a ella que olvidara su soledad, que tenía compañía, que los días grises se podían olvidar o simplemente colocarle colores. Pero la mujer se aferraba al pasado y aún lloraba por lo perdido.
Entre consuelos, abrazos, pañuelos mojados y gemidos melancólicos habían llegado al presente como es costumbre. En una cama de tosca tela áspera, amarillenta por el sucio y el abandono, un colchón cargado de resentimientos como si fueran piedras de ponzoñosas formaciones, que raspaban las carnes del corazón. Él procuraba ponerse en el lugar de ella, trataba de entender su psicología, sus heridas abiertas y su dolor congestionado en las venas.
La amaba, desde hacía un tiempo, ella le rechazaba por el peso de su vivencia en su espalda. Aquel hombre hubiese dado el mundo, si tan sólo ella entendiera que no podía seguir amarrada a su dolor. Ni la medicina, ni la psiquiatría, ni el amor surtían efectos. Ese masoquismo no era normal para él, pero para ella se había vuelto el café caliente de cada día. Las ganas del hombre se mutaban a solubles con el transcurrir del sol, y con la llegada de la luna la situación se acumulaba en peores.
Ella se mantenía en su tristeza, escuchando canciones de corte aferrante, con un gato que dormía en sus piernas, a la que la mujer dedicaba su poca capacidad de amar un poco más que sus aconteceres dolorosos. Era impresionante como le peinaba, y sonreía cuando acariciaba su cabeza. El gato Matt se había vuelto un consuelo, con quien lloraba y en su maullar tragaba su aliento resentido.
El gato y el hombre se habían vuelto testigos de aquel ser humano que estaba contaminado, con un cuerpo escuálido de tanto probar lágrimas, permaneciendo en cenizas frías y renegando de la existencia de seres superiores y poderosos.
Llegado el aniversario el hombre había preparado un especial para ella, un regalo, cena y copas… esa mañana él le preparó el desayuno, lo llevó a su cama, la abrazó y besó como si su vida dependiera de hacer eso, pero recibió poca receptividad de ella. Trató de tomarle poca importancia y fue por ella al caer la noche. La vio en la sala, maquillada por su amistad el llanto, los ojos marcados por ojeras e irritados a la vez, con el sudor participando en el esbozo, con la sonrisa al revés, vestida por el descuido, y el gato durmiendo indiferente a su dolor.
Entonces el hombre había entendido que sus esperanzas de ver en ella algo diferente al dolor estaban agotadas, que ese mar tardaría mucho más en apaciguar y que su poca voluntad la había gastado comprando su traje para lucirlo con ella. Aquella lejana ilusión se había vuelto inalcanzable, resbaladiza, inapelable y fofa.
Su vista le acompañaba con un tono llorón, los dos lloraban, ella por su pasado y él por su presente. El hombre se levantó, y la miró a los ojos, sus tristezas hacían chispa, la oscuridad no era problema para ver las miradas. Colocó su mano en su barbilla humedecida y casi mohosa, levanto su cara y le dijo: “esta es nuestra historia, tu hundida en el llanto y yo con la esperanza de verte feliz. He hecho hasta lo que no creía posible hacer. Siento que Matt ha hecho mucho más que yo, siento… celos de él, y sólo ha dormido en tus piernas y te ha arañado por el hastío de tanto manosearlo. Ya no quiero ser otra almohada en tu sucia cama, no quiero transitar tu angosto camino, debes cambiar, o seguir así, es tu elección, pero necesito que sea ya. Decide ahora, ¿El gato o yo?”.