- Mamaita,
siempre nos enseñó a hacer de todo, incluso jabón con la concha del plátano.
Pa’ lavar era buenísimo; la ropa quedaba blanquita – relata Violeta con
variedad en su tono de voz y rastros de orgullo titilando en el universo oscuro
de su iris, mirando el último recuerdo en vida de su madre, una representación
fotográfica en su agonía y ella llena de juventud con la faz dirigida a verla
con el mismo moño que ha llevado siempre y al parecer el mismo luto desde
entonces.
La senil dama, que siempre inicia sus tertulias cual cronista de vidas sobre quien la concibió y todo lo aprendido en aquel pueblo de olvidos consentido por el atraso, con su armadura de cueros prietos es un libro de leyendas e historia oral encarnado; desafía al tiempo con su bolsa de medicinas, el estricto
régimen dietético y con cuanta grosería se le asome en la garganta al momento
de una rabieta, sin embargo, tanta desafianza ha provocado que las presencias
celestiales transgredan sus procesos
químicos de tal forma que, donde se siente o se pare deje un montón de
arena, de esa desértica, árida, de relojes que cuentan la vida de Matusalén. Y
cuando tose, el polvo abruma su presencia, como si la ocultase de tanta
extrañeza; un intento que la hunde más en lo inexplicable del ser. Al respecto, afirma
estar seca por dentro, que en las cavernas de su alma y en las cavidades de sus
entrañas solo hay una acumulación vergonzosa de polvo, mismo, tragado
seguidamente en sus intentos desaforados por escapar del aislamiento de Macondo, tierra
que profesa ser el lugar de su infancia, terruño del cual resiente haberla dejado
estéril, sin que un hijo le lubricase aquello tieso y deshidratado por los
estragos de la natura.
Susceptible a
toda carcajada propiciada por su inusual biografía, procede a hablar sobre la
tierra de otras tierras del presente. - Macondo
es un manicomio, un asilo para esos
leprosos del alma; allá todos están condenados a la locura, a la sedienta
costumbre de esperar o buscar las arenas movedizas de la soledad y morir de
todo entusiasmo hasta fallecer o perderse en los espejos por haber olvidado marcar
la ruta de retorno con un hilo rojo– refiere Violeta, con una carraspera desagradable
al oído que aspira corroborar la desecación
en sus adentros; con la mirada amenazante y las manos temblorosas, aún así
mascullando la remotidad y el peregrinaje hasta donde ahora yace sentada,
desmoronándose por las fisuras reaccionarias de quien necesita la muerte rebosando
en vida, recogiendo sus recovecos con escoba y pala, para no tener que añadir más
explicaciones de las que da ante su inminentemente progresiva vaciedad.
A través de sus sandalias
se muestran unos pies deformados que cuentan una vida de ir y venir a quién
sabe dónde; escamosas y callosas plantas
incitadoras de la angustia, por un andar inclemente a través de la diacronía infestada tardíamente
de la artritis, jugando a pausar el paso y degenerar las formas. De los muslos
para abajo hay semejanzas con una V inversa, dolorosa, pero indulgente mientras
tanto y frente a ella, una andadera que no limita los funestos, pero propias secuelas
de la senilidad.
No obstante, en
los momentos de alivio y tranquilidad, la somnolencia le dedica unas nanas, por
lo cual, alcanza un nivel de relajación tal, que a pesar de irse desmoronando y
acumulando en el piso, va encorvándose cada vez más, hasta llegar a un momento en
que la fluidez alerta al oído y despierta asombrada, como cayese por algún
macizo formado por acumulación de años; y sonríe apenada, así sea a la soledad,
compañera recurrente de su transcurso histórico.
Violeta, se siente
abandonada por la deidad; su impaciencia lo evidencia a rabietas. Se nota
anormal, como un caso aislado de las míseras epifanías de la vida, en que se
armó la pachanga mas no llegan invitados solo saqueadores. Ella lo abandona a él,
aferrándose al minúsculo dios de Macondo, muy parecido a éste, pero más
interesado en sus desgraciadas creaciones; quizás, piensa eso mientras lava la
prótesis que suplanta la dentadura perdida en sus años mozos. Tal vez, la
tortura del tanto deliberar se haya vuelto en un enjambre de cuestiones
rutinarias, como lavar los platos después de comer, o recoger la arena que deja
a su paso.
Por las noches, tose poniendo un trapo
húmedo en su boca para no estornudar. Abre el chinchorro con la caja del gato
abajo, reciclando su propia arena. Y obedece el horario de las gallinas con
recelo. Lo cumple, empollando las razones por las que debería despertar, no sin
antes aplicarse pomada de chuchuguaza en las piernas para desajustar el
sabotaje que implica en ocasiones la vejez.
Al despertar toma
un baño con un tobo y pote, aun cuando halla una regadera. Comienza la labor
diaria de armarse el moño de siempre, con una destreza admirable que festejan
los cueros flácidos de sus antebrazos. Sus imaginarios tibios se dan por
servidos para la continuidad, completamente convencida de que el agua engorda, de
la efectividad de los antídotos puestos en sereno y en Luna llena; del hilo
rojo en la frente para el hipo y de las presencias espectrales que buscan intensificar
la tortura a veces deliciosa de existir. Húmeda por fuera y seca por dentro
prosigue, hasta que le toque volver a Macondo agonizando, en un ataúd o como
ánima en pena, en busca de su añorada y amada madre.
Autor: Carlos Arturo
2 comentarios:
Hola nuevamente cronista :)
Soy la antigua Gaia, reconvertida en "mamás_besos" (Mamás al borde de un ataque de besos). Como anuncié en mi blog Gaia lo he cerrado pues empecé hace un tiempo un nuevo proyecto de blog, esta vez sobre mi experiencia como madre. Y me es imposible mantener vivos los dos blogs, por lo que decició mantener sólo el de "Mamás al borde de un ataque de besos".
Así que a partir de ahora, mis visitas a tu blog vendrán firmadas por este nuevo pseudónimo ;)
Un fuerte abrazo!!! de parte mia y del peque!!!
Publicar un comentario