He muerto buscando el trasfondo de vivir,
por inercia, por libertades, porque ha tocado,
diversas formas en las que me atenté.
Un instante último rechina,
el cuerpo alterado en adrenalina envuelto,
la agonía es colapso y el dolor que enceguece,
de pronto todo termina, es inexorable.
Estas muertes, sí, en plural
apenas son bisutería para La Parca.
Me he visto entre epifanías,
apilado en la misma fosa común,
muy dentro
profundo
lúgubre.
Enterrando cadáveres y cada uno, yo.
Nunca me despedí, no fue prioridad,
hasta ahora avistando los mañanas.
Morí cuando tuve el respeto ajeno,
cuando profetizaron mi destino, morí.
Cuando creyeron saber qué hacer conmigo.
Les quedó sólo la idea y la palidez,
algún rezo de lo inútil
una pizca de vacío.
Perecieron los jardines babilonios,
el espejismo.
Un patio común de modesto arbóreo les fui.
La verdad hirviente les salpicó, ahí me cocía.
Morí porque este cuerpo era el resto,
cofradía de afirmaciones terceras.
Mamá supo de mi suicidio
al borde del llanto reventó en la dureza
telares negros de un velero anunciando un supuesto,
darlo por hecho y lanzarse a las piedras,
Ahogarse en aguas saladas como Egeo.
Trata de entender aún que hiciera añicos a ese hijo.
No imagina que morir es verse desde afuera.
Ese ultimado, quien fui, el falaz, es ánima,
Se expone a ratos en imaginarios nostálgicos.
He muerto de hambre y vanidad,
Con los ojos abiertos acechando espejos,
distorsionado en los reflejos; aquel extraño.
Envenenado con mi saliva,
fue un largo trecho aplaudido.
Sentí la rigidez en las articulaciones,
la aprobación del entorno fue la urna,
el halago perfume para mi hedor.
Se volvió velorio la concurrencia,
morí lejano, naufrago, embriagado,
repleto de moscas buscando huevar.
En la niñez y la adolescencia morí.
Sólo quedé en las fotos, dolió.
Fui arrastrado por el tiempo,
obligado.
Fallecí también en los que murieron,
esos yo en una diáspora del subsuelo,
una noción desdicha… deshecha.
Morí de descendencia, sin extender linaje.
Curarme de Dios, desinteresarme, morir de fe.
Morí de amor, pero no fue definitivo.
Morí de rencor, desangré mis venas.
Sonreí al morir en un libro,
diciendo adiós supe que moriría.
La promesa es seguir muriendo,
Empuñen paradojas.
Agonizar cada vez es menos duro,
al decidir que un juego cerrado se debe jugar.
Esta es mi epístola de un adiós,
para los que ahora saben que nací y renací
un espacio evacuado de letras, un interlineado;
en la nota de píe es preciso señalar:
“Todas las muertes han debido ser,
desde esa mínima antes del orgasmo,
en la que el corazón se para por milésimas,
hasta la irremediable
en la que la sangre se detiene.”
un ensayo perenne, un descuento a cuota.
Y moriré hasta la última vez,
cuando Caronte me pida su moneda y la tenga.
Lo sé, en un futuro soy un cadáver.
En lo evidente suscribe la anacronía,
He vuelto de algún cementerio, es formal.
Mi epitafio dice: “.”.
Tengo la certeza y la paz,
Mi cuerpo lo soporta y sabe desde siempre
Nació para morir.
Carlos Arturo