La braga entre sus nalgas era tan molesta como el trinar de los
pájaros en el turno diurno, tan ladilla como el calor pululante del occidente
venezolano; ya no quedaba más que abrir los ojos y sentir como la humedad hacía
estragos en las coyunturas del cuerpo.
Llevó sus manos a la cabeza rascándola con los ojos entre
abiertos, bajando una de ellas hasta el cuello moviéndolo de izquierda a
derecha. Se sentía abatida, dispersa y cansada, el ruido de sus vértebras al
estirarse contaban por retazos los acontecimientos del día anterior. Marisela,
se sentó en la esquina de la cama, que vacía se presentaba como una pieza del
rompecabezas, permaneció en silencio sin pensar en la hora, en el desastre y el
sucio de la casa.
La arena del piso parecía vidrio molido en la planta de los
pies mugrientos de la dama semidesnuda, anduvo cinco lentos y desvariados pasos
antes de llegar a la puerta, mas se detuvo un momento a estirarse escuchando
como las articulaciones chasqueaban cual
piano desafinado, y se preocupó por todo el tiradero presente. - ¿Hasta cuándo
tanta miseria de visita? –se preguntó con el seño fruncido y las manos tocando
el borde de sus caderas, desde un espejo se la podía ver, con sus senos entristecidos
apuntando a los dedos de sus extremidades inferiores, el abdomen abultado con
la piel rojiza de estrías recientes, la boca hermética, pero dinámica y la
cabeza aturdida de una resaca injusta y abstemia.
Aún el espejo reflejaba su figura de cuarentona roída por la
vida, y encendida por la existencia. Tan nadie ahí parada, tan nada entre el
caos, tan todo ocupando el espacio. Decidió terminar de dar los pasos que la
llevarían hasta encontrar la primera presencia humana que sus córneas
detectaran. Sus pasos ahora eran más decididos, jamás pensó en su desnudez a
medias, ni si quiera en la vergüenza que le invadía mostrar la flacidez de sus
mamas. Cruzó a la derecha con el pelo alborotado y policromático, viéndole ahí
meciéndose en la hamaca amarillenta de loneta, leía un periódico de hace meses
y sostenía una cerveza que humeaba de fría. – Arnoldo… sient… – esbozó Marisela
que interrumpida por la mano de su esposo quedó con palabras a medias.
Cabizbaja le miraba sus rodillas con los dedos inquietos de las manos y los hombros tensos; el miedo se
acentuaba en el estómago y en el corazón.
Mientras tanto, él se dispuso a enrollar el papel de noticias viejas y a
mirarla fijamente. Tosió vislumbrando una tempestad en sus pulmones, y exhaló
aire como si de éste dependiese todo lo que tenía que decirle a ella. – Estamos
en una situación crítica; estás empeorando las cosas – indicó Arnoldo con unos
ojos sazonados de preocupación.
A Marisela la mirada se le volvió un naufragio, y del
malecón de sus ojos comenzaron a desbordarse las lágrimas; se agachó y tapó el
rostro para no ver la cara de decepción de su esposo, para ocultar que ninguna
palabra se gestaba en sus cuerdas vocales.
-¿Recuerdas qué pasó anoche? – preguntó Arnoldo, con un tono
de reproche. Ella lo miró y ahí quedó petrificada. – No joda, mujer ya no sé que creer con
respecto a lo que te pasa. Me asustas, me inquietas, me da miedo dormir a tu
lado- declaró mientras movía los brazos y ansioso quería acercársele.
El pelo en su cara ella lo llevó hacia atrás, quedando con
la cabeza levemente inclinada a la izquierda con una mano en la frente, y otra
en la cintura. Apretó los labios y suspiró destilando angustias y
arrepentimientos tan tristemente hediondos que Arnoldo buscó una toalla y se la
puso sobre el cuerpo, tapando sus senos taciturnos y piel cansada. Acarició sus
hombros con ambas manos y bajó sus manos hasta las suyas. –Anoche te
convertiste en Buda, o bueno, eso fue lo que dijiste – a Marisela se le
engrandecieron los ojos y de perfil lo miró con la boca entreabierta,
preguntando con los gestos desencajados: “¿En Buda. Quién coño es Buda?”. – Pues no sé, pero hablaste sobre el misterio
del asesinato de Evert – respondió él.
-Evert no fue asesinado. Él se ahorcó – dijo.
-Anoche dijiste que fue asesinado, y hablaste sobre un real
que metieron en su boca. Y por si fuera poco, describiste al asesino que ha
resultado ser el amante de la viuda- esbozó Arnoldo aún sorprendido. –Allá la
gente está loca desenterrando al muerto -
Marisela, apenada y nerviosa entre palabras cortadas refirió
que no podía ser posible que ella dijese eso. Que la gente la condenaría por
todo eso que había dicho en su trance.
-Eso no ha sido todo… te ensanchaste increíblemente, eras
gordísima; tu voz grave, gritabas haciendo aullar a los perros del rededor y tu iris estuvo perdida mientras tanto. Fue
horrible ver como el vestido se rasgó completamente. Te levantaste y le diste
un coñazo a la negra, diciéndole que dejara de pensar que el demonio te estaba
poseyendo. Ella tiene pavor de venir a verte. Yo no tengo ya la mínima idea de
que esto sea cuestión religiosa, de brujería, psicológica o psiquiátrica – dijo
Arnoldo soltándola y yéndose a acostar de nuevo en la hamaca.
-¿Entonces…?- fue la interrogante que apenas pudo salir de
la cuarentona.
-Entonces, ya no sé si lo tuyo es cuestión de psiquiatra o
estas poseída por algo, la otra vez hablabas de ser Dalila, y antes de ser un
hombre gordo fuiste una prostituta llamada Mesalina acosando al compadre José –
agregó el esposo que con una de sus piernas hacía mecer la hamaca.
-Arnoldo, también tengo miedo de mí misma- dijo con los ojos
enrojecidos y con un hombro descubierto. - He considerado lo que me dijiste… lo
del manicomio – Su boca temblorosa dejaba escapar una sinceridad rústica y
dolorosa a sí misma. - Me da pavor creer
que tal vez pueda necesitar un exorcismo. La gente de este pueblo no perdona la
locura, pero con el Diablo aquí la cosa es más delicada. ¡Me siento
desesperada! – refirió Marisela subiendo cada vez más su tono de voz con la
melancolía marcando el ritmo de su argumento.
Desde la distancia Arnoldo la miraba consternado, como si la
existencia le tejiera una prueba. El sudor escurría en ambos cuerpos, fluía un
silencio incómodo y un sabor amargo aferrado en el espacio. El tiempo pasaba y
el pasado no importaba, el futuro parecía estar revuelto con el presente, y
éste estaba demasiado ocupado como para figurar entre los esposos. Marisela
como estatua permanecía rígida frente a sus ojos, sin buscarse en la cara de
él, rehuyendo con el dedo gordo de su pie, cavando un hoyo sin mucho éxito.
-Tranquila Mari…- Al fin dejó escapar de su boca Arnoldo. – Aquí
no es el problema de la locura. Quizás sea yo el loco, tal vez el pueblo, o tú,
probablemente todos – teorizó el hombre que levantándose de su hamaca se
dirigió a esa anatomía femenina plagada de lagunas, universos paralelos y
múltiple polos – Vístete, que antes de las 3:00 p.m. iremos con el padre a que
te rece y te bañe en agua bendita – sonrió entre el pesado ambiente y abrazó a
Marisela tratando de sacar el óxido que la comodidad había adquirido.
Autor: Carlos Arturo